martes, 18 de agosto de 2009

AREA DE INVESTIGACION EN PEDAGOGIA UNIVERSITARIA

La literatura, lo irrecibible y la lectura

Analía Gerbaudo

(UNL-CONICET-Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica)

En memoria de Paco Vidarte que también puso el cuerpo

Exergo

Como las leyendas de las monedas antiguas que pueden recorrerse de varias maneras sin poder ubicar un punto de origen, esto que ahora digo podrá leerse, en su versión escrita, al inicio, al final o cuando se prefiera.

Esto que digo responde no sólo a una necesidad personal sino a la convicción de que generará envíos a una obra menos conocida de lo que se merece dado el valor de sus formulaciones para la filosofía contemporánea, los estudios de género y las ciencias de la cultura en general. Mientras escribía este artículo me entero, con sorpresa, de la muerte de Francisco Vidarte.

El ¨Paco¨ tenía treinta y siete años (mi edad) cuando lo sorprendió ¨la Indeseada¨, como la llama la poeta Estela Figueroa. Entre tantas otras cosas, había traducido al español varios textos de Jacques Derrida y había escrito libros y artículos filosóficos (toda vez que entendamos a la filosofía como una interrogación sobre los modos de pensar, sobre qué es pensar). Entre otros destaco ¨Derriladacan. Contigüidades sintomáticas¨, ¨Deconstructivistas o derrideanos: políticas del nombre propio¨, ¨La cendre et autres restes¨ (junto a Cristina De Peretti), Homografías (junto a Ricardo Llamas) y su más reciente Ética marica.

Sus intervenciones constituyen una muestra del modelo intelectual que se necesita en comunidades atravesadas por el monólogo narcisista, la proliferación de discusiones endogámicas, la falta de polémicas (cf. Panesi, 2003) y la saturación de enunciaciones esquizofrénicas en las que quien habla, participando de o perteneciendo a una institución, pretende situarse en un imposible afuera. Algo que el Paco ha llamado ¨Complejo de Inmaculada Concepción¨ sancionando, tal como lo ha hecho Derrida, los ¨purismos farisaicos de los que no se pringan, ni toman partido, ni quieren pertenecer a nada, ni que se los adscriba a grupo alguno, para alardear de la belleza de su alma incontaminada¨ (2007: 1).

La única vez que lo vi fue en un Congreso que Mónica Cragnolini organizó en Buenos Aires en el 2006. Recuerdo su enojo cuando un panelista opinaba sobre la desconstrucción habiendo leído sólo la primera parte de la imposible obra de Derrida: ¨para hablar de un autor como tú pretendes hacerlo hay que quemarse un poco más las pestañas¨, le había dicho, sin vueltas y sin amabilidad, ante un auditorio repleto.

Al intraducible dolor personal, a la inexpresable angustia que causa su muerte, se suma la pena de haber perdido a un intelectual valiente y generoso que reducía al mínimo todo protocolo para que ese lugar fuese ocupado por lo que realmente vale la pena: los diálogos, las interrogaciones que permitan hacer lugar a las conjeturas, las interpelaciones y la percepción de los ¨síntomas¨ que traducía, osadamente, como ¨lo que te cae¨. Porque sus intervenciones fueron también, como las de Derrida, un trabajo sobre lo irrecibible y porque su muerte nos hace hablar y nos provoca síntomas, elijo esta vía oblicua para abrir una reflexión sobre el aporte de estas incisiones al esbozo de conjeturas sobre el deseo siempre insatisfecho de enseñar literatura.

La desconstrucción, la literatura y el trabajo sobre lo irrecibible

Sin lugar a dudas si hay algo que reúne a las prácticas de la desconstrucción con las de la literatura es el trabajo sobre lo irrecibible: la irrupción de un decir que es también un hacer sobre los sujetos en tanto los afecte. Hacer que es posible caracterizar a partir de un conjunto de reacciones que van desde la identificación al rechazo y que, si bien sería imposible catalogar aquí, no obstante, es factible aventurar que se desatan por algo que es tocado en la subjetividad de ese receptor y no por alguna ¨esencia universal¨ o característica sustancial del texto literario que roce algún valor como ¨lo bello¨, ¨la belleza¨, ¨el gusto¨ o cuestiones similares. Eso que sucede con los lectores afectados, eso que la literatura les hace (nos hace)[1], bien puede ser descripto en términos de lo que Derrida llama síntoma: aquello que ¨incide¨, que ¨coincide¨, que ¨cae, bien o mal, con otra cosa, al mismo tiempo o en el mismo lugar que otra cosa¨[2]. Algo que se precipita y que irrumpe junto a esa forma del discurso que en Argentina, especialmente después de la Ley Federal de Educación y en particular en el nivel medio, se ha tendido a pensar como un desecho, un residuo que se consume como un discurso más junto a los otros que funcionan en la cultura.

¨¿Qué hay del resto, hoy, para nosotros, aquí y ahora, de un Hegel?¨ se pregunta Derrida desde Francia en 1974 en Glas (un texto provocativamente escrito en el borde de los géneros, desquiciando toda ley que pretenda regular los protocolos dominantes en cada campo disciplinar así como las normas que rigen el discurso académico en general). ¿Qué hay del resto, hoy, para nosotros, aquí y ahora, de eso que llamamos literatura? ¿Qué es lo que aún a más de veinte años del fin de la dictadura se sigue leyendo como suplemento (es decir, como algo que estorba o es prescindible y que, por estar de más, entonces también está de menos) en la literatura desde las instituciones educativas de Argentina? Pensar a la literatura como una inscripción que roza lo irrecibible permite entender no sólo la molestia o incluso el aburrimiento en las aulas sino también las operaciones planificadas de devastación generadas desde la última dictadura. Por recurrir a un ejemplo local: coherentes con la lógica de exterminio y borramiento pergeñada por el ¨Proceso¨ (cf. Masiello, 1987; Halperin Donghi, 1987), la ¨Operación Claridad¨, entre otros abortos (cf. De Diego, 2003: 115-116), pone fin al proyecto editorial y cultural autogestionado y sin fines comerciales más importante que se había desarrollado en la Provincia de Santa Fe en los años setenta: la Biblioteca Vigil. Un esfuerzo iniciado desde una vecinal de Rosario que logró crear un jardín de infantes, una escuela primaria y un colegio secundario, una universidad popular y una editorial con imprenta. En Homenaje a Juan L. Ortiz (1992) la cineasta santafesina Marilyn Contardi se detiene en este hecho: pareciera que los fragmentos de una entrevista a Rubén Naranjo en la que se cuenta que la editorial quería abrir su serie de poesía con un libro de Juan L., es un pretexto para contar otra historia. La de la quema de los 80.000 libros de la Vigil: ¨es un número que hay que sentir¨, subraya Naranjo, a la vez que asocia o acerca esta cifra a la de los 30.000 desaparecidos. Hechos que desde órdenes diferentes apuntan al mismo fin de aniquilación de lo otro que también pasaba por promover o hacer circular ciertos textos, por el arte y por la literatura. La decisión de Contardi de volver una y otra vez, obsesivamente, desde ángulos distintos y con variados juegos de luz, sobre la imagen del horno en el que se perpetró la destrucción de semejante archivo (Derrida, 1995), bien puede leerse como un síntoma.

También es un síntoma que la propia literatura que pareciera ¨poder decirlo todo¨ (Derrida, 1989) exponga, sin embargo, en el caso particular de la que se escribe desde Argentina, su límite frente al horror. Esa inscripción que roza lo irrecibible no puede con la historia reciente, tal vez porque el duelo aún no se ha elaborado; tal vez porque la justicia, siempre imposible (Derrida, 1994), no logra ni siquiera canalizar por las vías del derecho, los reclamos sobre los crímenes de Estado. Miguel Dalmaroni lee este síntoma en clave de análisis cultural y entiende que ante la predominancia del ¨efecto de impunidad de los genocidas antes que el de condena efectiva¨, la literatura que vuelve sobre los hechos de la última dictadura queda entrampada en un ¨dilema moral¨: ¨narrar exclusivamente desde el punto de vista de un torturador que goza sádicamente de las atrocidades que inflige a sus víctimas está casi prohibido¨, afirma. Y agrega: ¨si se introduce un narrador próximo a esa posición, resulta tarde o temprano, controlado éticamente por otro¨ (2006: 179). Se deja entrever en esta ausencia entre lo que predomina, una dificultad para trabajar sobre lo irrecibible que aún parece estar en el campo de lo no enunciado y que es, para Dalmaroni, el modo más próximo de llegar a explicar o de tratar de entender como ¨eso fue posible¨ (es decir, no sólo los crímenes, las violaciones, las torturas sino también el goce ante el dolor ajeno). Barrera que cruza una obra no circulante y no terminada: ¨me hablaron una vez de una película de Jorge Polaco que nunca llegó a editarse y casi nadie vio, en que dos genocidas se maquillan antes de iniciar una sesión de torturas, y mientras se engalanan así, como para un carnaval orgiástico y vanguardista, se excitan y terminan masturbándose uno frente al otro¨ (2006: 180).

La pregunta de Dalmaroni (¨¿quién se atreve a entregarle la voz del relato a un genocida?¨ [2006: 180]) puede reescribirse para tratar de analizar lo que acontece en otro ámbito: el de la enseñanza. Diría, en este caso: ¿quién se atreve a entregarle el espacio del aula a la literatura? O más bien: ¿quién se atreve a hacer lugar en un aula a la literatura? Sobre este interrogante, una colección de anécdotas sobre las que vuelvo con cierta insistencia debido a su carácter sintomático y, luego, debido a lo que estos síntomas dejan al descubierto (incluyendo el propio).

La primera anécdota trae la reacción que desencadena el relato de una práctica y es potente por la paradoja que exhibe: que en el marco de un congreso centrado en la relación entre representaciones del cuerpo en la filosofía y en el arte, un joven profesor se escandalice al escuchar que otro les lee a sus alumnos del último año del nivel secundario Mal de muñecas de Selva Almada (2003) es un hecho que merece ser recuperado en tanto expone el otro lado del resto (el mismo que Derrida, para diferenciarlo, llama restancia -1972: 13; 1999: 273-): su costado incómodo, el mismo que provoca rechazos, molestias, el mismo que afecta al receptor. El resto interpela y hace emerger, en el arrebato, lo que desde la lógica del discurso razonado y expuesto con calma, probablemente se busca esconder: el joven profesor hace síntoma cuando dice que esa práctica que narro le parece ¨peligrosa¨. Y yo hago síntoma toda vez que recupero esta anécdota para hacer un espacio a la reflexión sobre el difícil trabajo de lectura en las instituciones de todo lo que se aparta de lo que desde nuestra cultura hemos aprendido a identificar como ¨lo mismo¨ (Foucault, 1966).

¨Usted los confunde, profesora¨, me decía un asesor pedagógico de una escuela media de la ciudad de Esperanza cuando observaba mis clases de literatura en las que, cada año, reaparecían los poemas de Sor Juana acompañados de la excelente película de María Luisa Bemberg, Yo la peor de todas y de fragmentos del libro de Octavio Paz (1982).

¨La literatura no va a la escuela¨ es la frase de la que se vale Guillermo Canteros para enviar a sus alumnos a leer los textos que la institución escolar ni siquiera ¨tolera¨. Listado que incluye desde El fiord de Lamborghini a Eroica de Diana Bellessi pasando por la aparentemente más leve novela Diana o la cazadora solitaria de Carlos Fuentes.[3] ¨¿Por qué no El fiord y por qué sí El matadero donde ponen a un tipo en cruz sobre una mesa para violarlo?¨, pregunta Guillermo. ¨¿Por qué sí el Martín Fierro donde atan las manos de la cautiva con las ‘tripitas’ de su hijo, degollado ante sus ojos?¨. Formas no demasiado oblicuas de interrogar qué tipo de violencia resiste la institución escolar, cuál habilita (o cual ¨tolera¨) y cuál excluye. Interrogantes que, otra vez, exhiben por el síntoma aquello que se (con)mueve, que se trastoca, se corroe o se corre de lugar cuando cierta literatura y también cuando cierta teoría entra en circulación.

Decía el Paco Vidarte: ¨la Universidad no es un buen sitio para mostrar en público los propios genitales, el culo, las tetas, ni siquiera para andar por los pasillos o en las aulas con ropa que alguna mente enferma pudiera considerar en exceso provocativa¨. Y agregaba: ¨No hay lugar para el cuerpo en la Universidad, a no ser para el propio cuerpo universitario, un cuerpo absolutamente incorpóreo. (...) Así las cosas, hablar de pornografía en un contexto universitario no puede pasar de ahí, esto es, de hablar¨ (2006b: 1). En la universidad argentina, en ciertos espacios de la universidad argentina, aún no hemos llegado ni al último escalón que marca Vidarte: como bien señalaban Daniel Link (2002) y Lelia Area (2006), de ciertas cosas en estos contextos ¨no se habla, salvo para moralizar¨ (2006: 215). Y cuando se habla sin pretender moralizar, la reacción dominante asocia esa enunciación a la enfermedad.

Tendencia explotada irónicamente por Judith Butler (1990, 1993) quien desde la universidad norteamericana descoloca la relación entre los términos descalificatorios, apropiándoselos. ¿Cómo traducir desde Argentina su intervención (su inscripción del despreciativo término queer para ponerlo en el eje de su teoría)? Si ¨maricón¨, ¨mariquita¨, ¨torta¨, son las palabras que en nuestro país se emplean para nombrar y para denostar junto con el nombre, las formas de la sexualidad que no encajan en la cuadrícula de ¨lo mismo¨, bien podría hablarse de teoría mariquita, teoría torta, teoría maricona o, como sugiere Daniel Balderston, teoría puta[4], cada vez que se intenta encontrar un término para traducir el rótulo de esta formulación que desmonta los supuestos a partir de los cuales se ha pretendido naturalizar un conjunto de decisiones culturales, normalizadas por iteración y efecto performativo y luego, criminalizar o correr hacia el campo de la patología o de la locura las prácticas que las cuestionan.

Ni desconstructivista ni derrideana

¨¿Qué hay del resto, hoy, para nosotros, aquí y ahora de un Hegel?¨ se pregunta Derrida desde Francia por los inicios de los setenta y desde Glas. Un texto escrito deliberadamente para provocar el vómito de la comunidad académica (Derrida, 1980: 529) dado su desajuste de todas las formas de los géneros que circulan por la universidad, salvo las de la literatura que, dado su derecho a decir lo que le plazca y de cualquier manera, puede habilitar que ¨caigan juntos¨ Hegel y Genet. Operación en la que Derrida hace síntoma y causa otros al trabajar sobre la acción de reunir lo inimaginable generando lo irrecibible.[5]

¿Qué hay del resto, hoy, para nosotros, aquí y ahora, de eso que llamamos literatura? ¿Qué es lo que a más de veinte años del fin de la dictadura se sigue leyendo como suplemento en la literatura desde las instituciones educativas de Argentina?

Esta presentación, lejos de pretender responder a semejantes preguntas se inscribe, no obstante, en una no pequeña serie de trabajos en los que he intentado atacar este problema desde ángulos diversos, a saber: recuperando parte de la historia de la enseñanza de la literatura y de la teoría literaria en el contexto de las universidades públicas de Argentina desde 1966; realizando análisis teóricos, epistemológicos y políticos de los Contenidos Básicos Comunes para la Educación General Básica y el Polimodal; dando cuenta de los negociados de las editoriales junto al relevamiento de las contradicciones en las que incurren los documentos paracurriculares emitidos desde el Estado durante la instrumentación de la reforma educativa del nivel secundario gestada en los noventa; reconstruyendo las operaciones de importación de teorías generadas desde las universidades públicas y denunciando la deliberada práctica de corrimiento del docente de nivel medio como autor del curriculum (estrategia diagramada desde el Estado con la complicidad de varios medios masivos y con el silencio de sectores altamente comprometidos en la defensa de los derechos de los trabajadores de la educación).

En esta presentación he privilegiado un ángulo inusual en mis escritos: he pretendido leer mi propio síntoma o, como sugiere Zizek (1992), hacer del síntoma un lugar de goce. En mis trabajos, desde hace un tiempo, caen juntas las formulaciones de Derrida y la descripción de los obstáculos ideológicos y epistemológicos enquistados en las prácticas de enseñanza de la literatura en la escuela secundaria argentina. Encuentro en el programa no modélico ni metodológico que Derrida (1967) funda hacia el inicio de los sesenta, un lugar de interrogación que me envía, sin solución, a vérmelas con los problemas de mi contexto, pero fortalecida, dado que hallo en sus ensayos un conjunto de supuestos que me permiten potenciar mi propia posición ayudándome luego, a actuar. Me leo cuando lo leo y celebro, entre tantos otros, sus planteos sobre el lugar del archivo en la consolidación de las democracias (1996); la ubicación de la literatura como una forma privilegiada de archivo (1984); su insistencia sobre la restancia y sobre lo irrecibible (1974, 1980) y la composición de una teoría de las supersticiones (1978) que permite analizar, también sintomáticamente, a qué se llama ¨superstición¨ en el seno de una cultura, qué resiste bajo ese nombre y, a la inversa, qué se rechaza junto a esa denominación.[6]

Fiel a su mandato de heredar reinventando (Derrida, 2001, 2003) y de atender a los contextos puntuales en los que se intenta realizar el trabajo de desmontaje, pongo juntos problemas que, desde mi perspectiva, reclaman la siempre imposible tarea de desconstrucción. Ni derrideana ni desconstruccionista[7] y, por lo tanto, fiel-infiel, fantaseo con poder intervenir en los espacios institucionales en los que ejerzo mis prácticas como investigadora y como docente desde una operación que me gusta pensar como una reinvención situada, como una de(s)construcción (Gerbaudo, 2007a). La misma pero otra (si es que es posible salvar algo de la idea de ¨lo mismo¨ después del pensamiento de la différance): imaginada desde otro contexto, desde otra lengua, enfrentando otros problemas para los que todavía, y a pesar de mí, la figura fantasmática del Padre sigue funcionando toda vez que me descubro apelando a lo que ¨Derrida dice¨ cuando hace, cuando provoca esos movimientos irrepetibles, esos desplazamientos singulares sobre los textos que eligió leer.

1 Este problema es abordado por Miguel Dalmaroni (2007) desde una perspectiva que pone en intersección planteos de Raymond Williams y de Georges Didi-Huberman desde preguntas desprendidas de la lectura de Juan José Saer.

2 Tomo este pasaje de ¨Derriladacan. Contigüidades sintomáticas¨ (Vidarte, 2006a: 1). Vidarte coloca como epígrafe a su trabajo un fragmento de ¨Mes chances¨ de Jacques Derrida, texto que por diferentes razones, aún no pude hallar desde Argentina.

3 Copio un poema de Eroica de Diana Bellessi y algunos de los pasajes de Mal de muñecas y de la novela de Fuentes que suelen causar más irritación. Por estar disponible en la Web envío al lector y/o a los destinatarios de esta conferencia a leer El fiord de Osvaldo Lamborghini.

Eroica abre el espacio para una poesía que canta a la irrupción y a la materialización del deseo entre mujeres poniendo en primer plano el juego de los cuerpos (tal como hará desde la fotonovela Marie-Françoise Plissart en Droit de regards; texto acompañado por una lectura de Jacques Derrida). Bellessi escribe: ¨El Magnificat / cae / sobre tus nalgas. / Cabalgo / cubriendo de jugo / la grupa entera. / Los pechos duros / y aceitados avasallan. / El Magnificat / sale de tu boca. / Corre por los canales / de aire líquido / y leche / entre los labios / de la concha / el matorral de pelo azafranado. / Magnífica yegua / que me lleva en su salto. / Cae / disuelta en mí. / Me deshace. / Magnificat / entre tus brazos.¨ (1988).

Mal de muñecas destartala los estereotipos más extendidos respecto de la ¨belleza femenina¨ en el marco de una demolición irónica del american way of life. En ¨Matemos a las Barbies¨, Selva Almada escribe: “No me gustan las Barbies / con sus tetitas paradas / y las nalgas / como dos gajitos de mandarina / que les salen por detrás. / No me gusta su pelo platinado / ni su deportivo rosa / ni el estirado de Ken / con su aire de la prepa a lo beverly noventa dos diez . (...) En Barbielandia todo es.../ como tú sabes / y no hay sitio para esas tontas movidas / llámense Bosnia, bloqueo o HIV. / Con tantos problemas / como acucian a los de Melrose Place / ellas no pueden con todo: / entiéndalo.” (2003).

Carlos Fuentes arremete en su novela con la religión católica y, entre otras cosas, toma posición respecto de la función de la literatura en la cultura. Escribe: ¨No hay peor servidumbre que la esperanza de ser feliz. Dios nos promete un valle de lágrimas en la tierra. Pero ese sufrimiento es, al cabo, pasajero. La vida eterna es la eterna felicidad. Le respondemos a Dios, rebeldes, insatisfechos: ¿no merecemos una parcela de eternidad en nuestro paso por el tiempo? [...] ¿Podemos amar en la tierra y merecer un día el cielo? ¿No como penitentes, flagelantes, eremitas o famélicos de la vida sino participando plenamente de ella, obteniendo y mereciendo sus frutos terrenales, sin sacrificar por ello la vida eterna; sin pedir perdón por haber amado not wisely but too well? La mitología cristiana, que opone la caridad al juicio implacable del antiguo testamento, no alcanza la hermosa ambigüedad de la mitología pagana. Los protagonistas del cristianismo son siempre ellos mismos, nunca otros.¨ (1994). Sobre la literatura, escribe: ¨Esta narración lastrada por las pasiones del tiempo se derrota a sí misma porque jamás alcanza la perfección ideal de lo que se puede imaginar. Ni la desea, porque si la palabra y la realidad se identificasen, el mundo se acabaría, el universo ya no sería perfectible simplemente porque sería perfecto. La literatura es esa herida por donde mana el indispensable divorcio entre las palabras y las cosas. Toda la sangre se nos puede ir por ese hoyo.¨ (1994).

4 Acotación de Daniel Balderston en el Seminario de Investigación que dictara en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad Nacional del Litoral en marzo de 2008.

5 Podemos inferir el carácter planificado y estratégico de esta política del vómito (Gerbaudo, 2007a) a partir de las declaraciones de Derrida: ¨Car il ne s’agit de ne pas être reçu pour ne pas être reçu... mais pour faire apparaître toutes les (ou le plus grand nombre de) forces d’exclusion du ‘champ’, ce qui le définit précisément comme champ, et, qui sait, être reçu ailleurs.¨ (1977: 48).

6 Inicié un trabajo sobre este tema a propósito de los ensayos de Alberto Giordano (cf. Gerbaudo, 2007b, 2008); cuestión que ocupa buena parte de mis escritos en curso sobre lo que clausura ciertas formas de lectura y sobre lo que se resiste o se rechaza cuando estas obturaciones aparecen.

7 Gloso brevemente tres tesis de Paco Vidarte y dejo lugar a su voz que intento traer desde el eco que genera su escritura desenfadada. La primera tesis revisa la dependencia de una teoría de un nombre: ¨¿Qué es una teoría que depende de un nombre propio? ¿O cuál sería la condición de esta teoría sin este nombre, cuál sería su consistencia ─suponiendo que pueda aún tener alguna-? (Vidarte, 2007: 3). La segunda vuelve sobre el carácter irrepetible de las intervenciones derrideanas: ¨El problema surge cuando uno reconoce que, ‘en fin de cuentas, nadie hace mejor de Derrida, que Derrida mismo’ y que, humildemente, uno no quiere hacer de Derrida (tampoco puede por fortuna), sino que quiere hacer deconstrucción o quiere hacer otra cosa, o a ratos sí a ratos no.¨(Vidarte, 2007: 3). La tercera hace referencia a la proliferación de movimientos que la desconstrucción genera y a la imposibilidad de mapear su territorio buscando delimitar en qué se ha convertido ¨el vasto campo de las desconstrucciones¨ (Vidarte, 2007: 3). Mapa imposible que recuerda a los vanos intentos cientificistas de registro, control y tipologización que Borges parodia en ¨Del rigor de la ciencia¨: ¨En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisfacieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil, y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas las Ruinas del Mapa.¨ (1960: 225).


Bibliografía citada

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