martes, 10 de noviembre de 2009

ÁREA DE INVESTIGACIÓN EN PEDAGOGÍA UNIVERSITARIA

Enseñar literatura: entre la nostalgia y las utopías
Por Hugo Echagüe


Ante todo quiero agradecer a Natalia Galeano y, por su intermedio, a los organizadores de este Seminario sobre Enseñanza de las Ciencias, por la invitación a participar en un contexto en el que la primera sensación que tengo es la de no saber muy bien qué es lo que hago acá, más allá de la amabilidad que mencioné y agradezco. Soy enseñante de literatura y de teoría literaria, del otro lado del río, en la Universidad Nacional del Litoral, y si por la segunda asignatura podría aproximarme, por la primera estoy más bien fuera de juego. La literatura, bien lo sabemos, está siempre un poco fuera de juego en el mundo llamado de hoy: o es un pasatiempo glorificado en los suplementos de los domingos o una tarea que no se define por ninguna utilidad, lo que en el mundo del entretenimiento, la televisión y los reality shows, es más o menos innecesario o caduco. Cosa del pasado. Pero dejando de lado esta presentación algo apocalíptica, lo que no es para nada mi intención, déjenme ustedes incursionar en el pasado, en mi pasado, que es, después de todo, el único que vale para mí, así como lo será el suyo para ustedes. Habrá aquí algo de lo particular, que es lo que más cerca podría estar de aquello que llamamos literatura, donde el texto, a veces, las mejores, nos habla a cada uno de nosotros.
Quiero recordar ahora con ustedes, cómo llegué a la literatura y su enseñanza, a través de quiénes, qué profesores me inspiraron y, aún hoy, siguen siendo para mí, no una guía −eso es fácil, casi cualquiera podría hacerlo−, sino más bien una marca que ha conformado mi personalidad −seguramente cada uno sabe de lo que hablo.
A quien primero recuerdo es a un jesuita colérico y temperamental, cuyo método era, aparentemente, simple: nos exponía una forma −no un contenido, reitero, una forma– y nos ponía a escribir algo, lo que fuese, en esa forma: la cuarteta del Martín Fierro, por ejemplo. Sí, saliera lo que saliese, y sin ánimo de evaluar presuntos logros. Creo que allí y de una vez por todas aprendí lo que es la literatura, para mí: forma y también hacer. Ni qué decir lo que disfrutaba yo esa clase. Lo demás vendría después.
Y lo demás fue la universidad: mejor dicho, primero la modestísima y querida Escuela Universitaria del Profesorado, de calle 9 de Julio entre Rioja y la entonces Catamarca, para quienes se ubiquen en Santa Fe. Cuando ingresé encontré que el cuerpo de profesores, en la mayoría de los casos, superaba con creces la habilitación para la escuela media que en ese entonces era el título que proveía la escuelita (así la llamábamos, y todavía hoy). En ese lugar, mi encuentro con Ricardo Ahumada fue seguramente decisivo, como creo que lo fue para varias generaciones de quienes fuimos sus alumnos en los varios institutos de enseñanza terciaria de Santa Fe en los que enseñó. Recuerdo de él la palabra, su sonido, que a veces parecía vacilante, pero era de una exactitud que la volvía incontestable, admirable. Su clase tenía algo de aurático, como ingresar a un recinto fuera del mundo donde acontecían cosas extraordinarias. El poder de transporte a otros mundos, a otras gentes, épocas y almas, creo, era lo que definía su acción pedagógica. La absoluta estructuración de cada clase, que comenzaba y finalizaba con exactitud cronométrica y con la totalidad del contenido previsto expuesto −tengo testigos para esto− no era incompatible con la multitud de asociaciones y comparaciones que de allí surgían y que le daba una flexibilidad que retornaba siempre al ámbito de origen. Yo estaba extasiado: ibamos de la prehistoria a Jedermann; del Caravaggio a Goethe; de Quetzalcoátl a Faulkner y todo encajaba y era perfecto. Era, claro, la clase de Historia del Arte. Este gran maestro, reitero, de varias generaciones, enseñaba también Literaturas Sajonas, es decir, Inglesa, Estadounidense y Alemana, especialmente, en lo que he tratado de seguirle según mis fuerzas y capacidades. Alguna vez subrayé, y seguro que en esto coincido con muchos, en que su enseñanza no era sólo de contenidos −finalmente cualquier erudito podría hacerlo− sino de actitud hacia el estudio: su enseñanza era la de una ética del conocimiento; cualquiera fuese el área que a uno le interesase o mejor se le diese, a los que nos impelía era a ser serios, apasionados, veraces. En épocas de estetización trivial, de superficialidad, como la nuestra, es cuando más creo que hombres como Ricardo son necesarios, imprescindibles, para una ética de la enseñanza, más allá del mero saber, que muchos hoy depositan en Internet, el triste y deformado oráculo contemporáneo. Cualquiera, o casi, adquiere un saber; lo que precisamos es una ética y, por qué no, una política de la enseñanza y del conocimiento.
Hay otras figuras del mismo ámbito que no quiero, ya que no puedo, olvidar. Sin embargo, me he limitado a señalar a quien tal vez fuese el que más marcase mi camino ulterior y aún lo hace, como un vivo recuerdo impostergable.

Teorías; utopías:

Cierto tiempo pasó desde entonces: tiempo cronológico, el de los relojes y los almanaques, no el del corazón y el alma, que yo sé detenido en esos momentos. Pero me recibí, accedí a la cátedra universitaria y otro aprendizaje empezó, y, como es lógico, aún no termina. Si por un lado me ocupo de algunos autores de la literatura alemana como JTP de Literaturas Germánicas; también estoy en Literaturas Griega y Latina, y soy Profesor Asociado a cargo de la titularidad de Teoría Literaria II, lo que me permite −me obliga también− a tener una mirada amplia sobre la cuestión literaria y su enseñanza. Sin embargo, rara vez se teoriza la cuestión de la enseñanza de la literatura y generalmente con resultado incierto o negativo, sobre lo que vale la pena detenerse.
En una entrevista publicada el 14 de mayo de 2000 en un matutino porteño, Jorge Panesi afirmaba: “La literatura está siempre condenada a ser una ausencia radical: lo que se enseña y lo que se lee nunca es lo que uno espera, siempre es otra cosa, algo multiforme que cambia y no se puede definir. De ahí que seguramente se puede enseñar teoría literaria, pero enseñar literatura es imposible. (…) Es que, más que un trabajo a concretar, enseñar literatura es fundamentalmente transmitir un entusiasmo. Los alumnos pueden no estar de acuerdo con escritos literarios de uno o con lo que uno enseña, pero hay algo que los convoca a las clases y los hace pertenecer a una especie de círculo esotérico, una especie de cofradía del entusiasmo que supone la entrega de algo, aunque no se sepa qué”. No se enseña literatura; se enseña teoría. Todo lo más que puede hacerse es transmitir un entusiasmo. La literatura es intransmisible de modo directo, sólo la mediación de la teoría y la crítica hace posible que algo de la literatura se transmita, pero ya leída, interpretada. Todo lo cual es más que posible −sólo que tal vez enseñar no es sólo transferir−, ya que es cierto que el texto literario, a diferencia del de la ciencia −eso creo al menos− no se da a leer de por sí, sino que leemos lo que él dice de sí o de otros textos. Todo texto (literario) es un meta–texto. No se entrega fácilmente: precisa la mediación de otra escritura, a la que llamamos crítica o teoría (a veces, también literatura). Una literatura transparente equivaldría a un mundo transparente, sin mediaciones, explícito de por sí; una parousia. Un texto sagrado develado totalmente. Sería la utopía del texto escribible de Roland Barthes, el texto total, sin denotación ni connotación, sin introducciones ni consecuencias: un texto que sería su propia explicación, su propia crítica. Cito a Barthes: “El texto escribible es un presente perpetuo sobre el cual no puede plantearse ninguna palabra consecuente (que lo transformaría fatalmente en pasado); el texto escribible somos nosotros en el momento de escribir, antes de que el juego infinito del mundo (el mundo como juego) sea atravesado, cortado, detenido, plastificado, por algún sistema singular (Ideología, Género, Crítica) que ceda en lo referente a la pluralidad de las entradas, la apertura de las redes, el infinito de los lenguajes. Lo escribible es lo novelesco sin la novela, la poesía sin el poema, el ensayo sin la disertación, la escritura sin el estilo, la producción sin el producto, la estructuración sin la estructura” (Barthes 1970: 2−3).
Pero esto sería la utopía y éstas no abundan en nuestro tiempo instantáneo, tiempo sin tiempo que anula toda utopía, y que nos asegura que éste es el mejor de los mundos posibles y que no hay por qué pensar en otra cosa. Pero la literatura es justamente pensar en otra cosa, no realizada, pero deseable. Para Fredric Jameson (1977: 7 ss), la literatura se acerca al texto de Freud sobre El poeta y la fantasía, de 1907, donde cumple exactamente la función que Freud le otorga al sueño: la realización de un deseo a través de una transformación que lo haga aceptable a “la naturaleza colectiva del lenguaje y la recepción” (9). En la teorización de Jameson, los deseos, postergados, reprimidos, ahogados, en lo social, se realizan en la literatura como prefiguración de su volverse reales, rescatando ese Real de la historia que Jameson retoma de Lacan para referirlo a lo irrealizado en ésta: la liberación de la humanidad. Allí la literatura debe leerse como utopía; como señal de lo que se desea que advenga. Sólo la acción humana en la historia podría lograrlo. Dice Walter Benjamin (1955: 181−182): “Quien hasta el día actual se haya llevado la victoria, marcha en el cortejo triunfal en el que los dominadores de hoy pasan sobre los que también hoy yacen en tierra. Como suele ser costumbre, en el cortejo triunfal llevan consigo el botín. Se le designa como bienes de cultura. En el materialista histórico tienen que contar con un espectador distanciado. Ya que los bienes culturales que abarca con la mirada, tienen todos y cada uno un origen que no podrá considerar sin horror. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. No hay un solo documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie”.
Muchas veces en Roland Barthes la literatura se define como utópica: ya el texto escribible es una proyección hacia una sociedad sin desgarramientos: “Nuestra literatura está marcada por el despiadado divorcio que la institución literaria mantiene entre el fabricante y el usuario del texto, su propietario y su cliente, su autor y su lector. (…) Por lo tanto, frente al texto escribible se establece su contravalor, su valor negativo, reactivo: lo que puede ser leído pero no escrito: lo legible” (Barthes 1970: 2). Por lo demás, su utopía personal fue la escritura de la novela, siempre postergada y en preparación (2004).
Entonces, habríamos de admitir, si algo se transfiere, si algo se enseña de la literatura, es su poder de utopía, de desrealización, por qué no, de esperanza. ¿Se puede enseñar lo que no está, lo que por definición no es? Esa es la paradoja de enseñar, de pretender enseñar literatura. Por supuesto, aún no hemos definido qué significa aquí enseñar, aun en líneas generales: ¿es la mera transposición de contenidos, es la ejemplaridad de una comprensión que se muestra como deseable, es la simulación de un descubrir entre todos, aun cuando las flagrantes asimetrías esconden una suerte de sugestión que no se atreve a decir su nombre? Supongamos que sólo se aprende de quien se confía. Creo, de paso, que la actual crisis de nuestra enseñanza, sobre todo en la escuela media, es una crisis de confianza, antes que otra cosa. Han aparecido en los últimos tiempos demasiados “educadores” y “ejemplos” desde la televisión y su portentosa fauna como para que el profesor, humano y limitado, ocupe el lugar del saber, que antes no se le disputaba. Ahora debe competir con horrorosos programas de TV, con los sabelotodos del deporte y los héroes de la música popular que han pasado a ser el ejemplo de ‘lo que hay que ser’, de ‘llegar’, de ‘triunfar’. Frente a ellos el profesor es ‘demasiado humano’, con lo cual se consagra una mentira peligrosa por la que se desbarrancarán muchísimos ya que en ese Olimpo kitsch y pendenciero no hay lugares para tantos y allí cultura es mala palabra −como ya lo es entre alguna gente adulta de cierto nivel cultural, valga la contradicción: ser inculto es de buen tono, con la televisión y un buen ingreso alcanza. Para brillar en el mundo del pensamiento único, no hace falta demasiado: está todo resuelto, el gran hermano Pantalla nos da todo explicado, arreglado, digerido: para que haya cultura que sea algo más que adorno tiene que haber opciones: hoy todo se presenta bajo el signo de la fatalidad: es así y no puede ser de otro modo. ¿Y si no fuese cierto? Porque no lo es. Aquí recién puede intervenir la literatura que es esencialmente poder de cuestionamiento, estético, ético, ontológico acaso. Sólo cuando la duda se habilita y se vive como crucial, como insoslayable y no como un mero juego posmoderno de paint ball, enseñar literatura tiene sentido y surgen solas las preguntas. Porque nos faltan preguntas, y de ellas vive la literatura y sólo allí surge la cuestión de qué es enseñar literatura; si no está la necesidad, la pregunta es innecesaria, gira en el vacío. ¿Entonces no depende de nosotros cuál sea el momento de enseñar, de realmente enseñar literatura? No. Y a veces infructuosamente tratan de crearse las condiciones de indigencia del saber que permitan la pregunta, ya que toda pregunta nace de la necesidad y no de un mundo totalmente saciado cuyos únicos ideales son el enriquecimiento y cómo lograrlo. A veces surge sola la inquietud, a veces está allí, como sospecha detrás de tanta comodidad y no se atreve a pronunciarse, a veces hay que ayudarla a que se levante y proclame “Yo no sé”, y eso sería todo un principio. Hoy no es fácil: pero siempre, en algún lugar, en algún momento, algo de esto puede surgir y la literatura con su único poder, el de preguntar y proponer una utopía, sólo de lenguaje, se instala en el lugar difícil de la transferencia, allí donde al fin y al cabo nada se enseña excepto a preguntar

Literatura; teoría:

En lo que hace a lo epistemológico, y retomando la cita de Jorge Panesi, podemos creer también que una adecuada formación teórica nos habilitará para ser buenos enseñantes de literatura. Es probable, es uno de los caminos; no hay uno solo, y por suerte, aún tenemos libertad para elegir el que más nos convenga y sea afín a nuestra modalidad. Puede que haya una ciencia de la literatura −yo no lo creo pero no me molesta del todo que alguien lo vea así− pero no creo que haya una ciencia del enseñar literatura o, en todo caso, no podrá agotar la variedad de subjetividades al frente de un curso ni qué decir en éste. No hay una subjetividad general excepto por comodidad.
Alguna vez el remoto estructuralismo nos hizo creer −nos hicimos creer− que era la llave del mandala de la literatura y que así desde un modelo idéntico sería posible entender o, al menos, describir todos los textos que en al mundo han sido. Es la metáfora del haba con que comienza S/Z de Roland Barthes (1970: 1). “Ciencia con paciencia, el suplicio es seguro”, concluye el teórico francés con una cita del gran Rimbaud. El método era cierto, pero su generalidad vacía erraba el tiro, el texto se esfumaba y el aburrimiento aparecía. Algunos se aburrieron durante veinte años. Luego el llamado, quién sabe por qué, post−estructuralismo, no el primero de un aluvión de post− que ahora quieren explicarlo todo, hasta se habla de post−cultura, y eso ya es cosa seria. Derrida, Lacan, Foucault… Los enfants terribles, los chicos malos de la posmodernidad. ¿Aprendimos algo? Muchísimo. Eran, son, fascinantes. Aprendimos filosofía (¿o post−filosofía?); al menos pensamiento, psicoanálisis, y no de cualquiera, sino del mejor, el gran mago Lacan; Foucault y las prisiones, la subjetividad, el poder. Mucho. ¿Y la literatura? Ah, la literatura. Todos ellos hablan alguna vez de la literatura. Los deconstruccionistas aparecieron y por un momento parecieron liberarnos de la presunta cientificidad de los rígidos modelos anteriores pero tantas veces cayeron también en una generalidad distinta: la de la indeterminación y la indecidibilidad, fecunda a la hora de abrir un texto, de huir de un sentido codificado y ya prehecho, trascendental, dice Derrida, pero a veces para terminar cayendo en una nueva doxa que no arriesga proponer un sentido aun cuando el texto, por no decir los alumnos y profesores, lo piden a gritos. Puede, a veces debe, haber una mirada deconstruccionista, pero no puede eludir siempre el sentido aunque sí postergarlo: ¿se imaginan una lectura del Facundo sólo deconstruccionista cuando, si no el sentido, el propósito del texto nos gritan desde la primera página? Debo aquí aclarar que una cosa es la deconstrucción como pensamiento desfundamentador, con el que coincido plenamente, y otra sus aplicaciones metodológicas, muchas veces apuradas y cuestionables. A veces el monismo metodológico es el problema, si el texto es plural (no nos cansamos de repetirlo hasta que no sabemos ya qué significa), el abordaje teórico también debe, puede, ser plural. Leer es también encontrar sentidos, Roland Barthes (1970: 7) lo ha dicho: “Leer es encontrar sentidos, y encontrar sentidos es designarlos, pero esos sentidos designados son llevados hacia otros nombres; los nombres se llaman, se reúnen y su agrupación exige ser designada de nuevo: designo, nombro, renombro: así pasa el texto: es una nominación en devenir, una aproximación incansable, un trabajo metonímico”. Leer es hallar, encontrar sentidos, y discutir sobre ellos y la posible modalidad y garantía, si la hubiese, de su hallazgo. Foucault (1966) nos enseñó la historicidad de la literatura como institución, como liberación de la universalidad y eternidad presuntas que sólo sirven para que nadie se acerque a lo que vale para siempre y por lo tanto para nada. A cada uno su texto: he aquí un obstáculo para la enseñanza. En un ámbito donde impera lo particular, ¿cómo saber qué texto elegir, o cómo hacer para que cada uno pueda interesarse? Tarea inútil si no imposible. Por suerte seguimos siendo sujetos libres, aunque condicionados, que enseñan a otros sujetos libres. No se puede planificar todo. Más vale estar atento a lo que surja de la clase, si es que surge, porque será mejor lo inesperado que lo planificado y lo que sospechosamente se adecua a esto. Nuestra tarea vive de la sorpresa y de lo nuevo, que no es lo novedoso y nunca visto sino a veces lo mismo, visto de otra manera. Por eso la institución no está hecha para contener a la literatura, que es, debería ser, siempre, desborde, ruptura, juego en el límite, escándalo, a veces silencioso, sin estridencias (para eso está el ruido actual, que es mucho). ¿Se arregla la literatura con lo institucional? Seguramente, si hay acuerdos y comprensiones previas. Más difícil es hacer vivir a la literatura, enseñar literatura en un ambiente hostil al conocimiento. O al menos ésa es la tendencia, que a veces se puede revertir. Tal vez. Aquí depende de cada uno, de sus recursos, de las ganas de salir a flote y no entregarse al facilismo reinante. De no rendirse aunque todo parezca, a veces, en contra.

La lucha por el sentido:

Desde el formalismo ruso hasta el estructuralismo se devaluó la cuestión del sentido: importaba describir los mecanismos de su integración solamente. La literatura es sólo forma, decían, y es verdad, sólo que esa forma no es insignificante y no se distingue del presunto ‘fondo’, que también es forma. En la misma línea la semántica estructural: cómo se articula el sentido, bajo qué forma. Allí, el célebre cuadrado semiótico, que ustedes seguramente recordarán.
Sólo la hermenéutica parecía oponerse, y, junto, con ella, la estética de la recepción. De algún modo, remiten a un mundo previo, ontológico, a una fusión de expectativas a la que el texto debe plegarse y enunciar una verdad ya sabida, depositada en la tradición y previa, fuera de texto. La literatura como excedente; el texto que se pliega a la historia.
¿Y si no fuera así, si el texto desmintiese lo presuntamente sabido, si fuese marginal, loco, disidente, inigualable, refractario al poder de la tradición, positividad que todo lo aplana? ¿Si fuese necesario “ir al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo” (Baudelaire)? Pero eso sería ser un poeta. ¿Estamos a esa altura? ¿O estamos para aplanar, aun sin saberlo, lo radical de la literatura? En esa opción, se juega nuestra vocación y no hay que minimizarla. Al contrario. ¿Y si la literatura fuese siempre ese fuera de tiempo y de lugar, que no se deja reducir a ningún contexto sin dejar de pertenecer a la historia? Sea… ¿Cómo estamos a esta altura? Creo que hay un solo secreto y me van perdonar la aparente simpleza. Leer, pero leer con todo lo ganado ahora, leer por fuera de la historia consagrada, de los sentidos depositados, de las certidumbres cómodas, de los contextos asegurados y que garantizan, leer como una maravilla. Leer maravillados, porque hay letra. ¿Estamos salvados? Ni esto ni lo contrario, recién estamos empezando. Siempre estamos empezando, desde que abrimos la primera página de un libro.
Volvamos: ¿no a la interpretación entonces? Pero hay interpretación. Siempre se lee algo: lo primero es el sentido. Dice Roland Barthes (1970: 69−70): “… no es posible comenzar el análisis de un texto (puesto que éste es el problema que se ha planteado) sin adoptar una primera visión semántica (de contenido), sea temática, sea simbólica, sea ideológica”. La cuestión es cómo, desde dónde. Y aquí surgen dos rechazos: el rechazo de lo biográfico y el de lo contextual. Desde “La muerte del autor”, en 1968, Roland Barthes dictaminó que la figura autoral y su biografía no podían explicar ninguna lectura. De acuerdo, sobre todo con los excesos del biografismo que quiere explicar por la circunstancia. Parte de lo que aprendí en la escuela media de mi época, más allá de lo que hoy mencioné, se encolumnaba en esta línea. Marcel Proust escribió A la recherche… por su complejo de Edipo. Miserias del biografismo entendido como fundamento. Bien desalojado. Pero ya en 1973 (38), el mismo Barthes volvía a restablecer la figura del autor, de otra manera: “Como institución el autor está muerto: su persona civil, pasional, biográfica ha desparecido; desposeída, ya no ejerce sobre su obra la formidable paternidad cuyo relato se encargaban de establecer y renovar tanto la historia literaria como la enseñanza y la opinión. Pero en el texto, de una cierta manera, yo deseo al autor: tengo necesidad de su figura (que no es ni su representación ni su proyección), tanto como él tiene necesidad de la mía (salvo si sólo ‘murmura’)”.
Vuelta a lo individual e intransferible sin lo cual no hay literatura. La actual revelación de la literatura de la subjetividad −Giordano (2006), Catelli (2007)− se halla bajo un signo similar. Un giro total. Otros vientos, otros puertos. La literatura se amplía, varía, se metamorfosea.
Deleuze también se desentiende del sentido para atender al procedimiento. Es ejemplar su texto sobre Kafka. El concepto de desterritorialización le sirve para emprender esta huida, que parece una victoria o al menos una necesidad. La literatura está en camino, al menos hacia la libertad. O en busca de una salida: “Como dice Kafka: el problema no es de la libertad, sino el de una salida” (Deleuze/Guattari 1975: 20). Y allí va Deleuze con su rizoma, contra todo fundamento.
También Susan Sontag (1964) desdeña la interpretación en un ensayo ya célebre, en el cual la preeminencia acordada al contenido y así objetada, pasa por sobre el ya acontecido formalismo ruso, que hacía tiempo había descartado la dicotomía forma/contenido. Y, después de todo, los abusos de la interpretación, sus torpezas, no son la interpretación, que siempre actúa, excepto cuando se recomienda una suspensión del juicio, necesaria y a veces provisoria. No todo es para entender, pero la comprensión, aun errónea, puede ser necesaria. En el contexto en que fue escrito, el ensayo de Sontag, como tantos otros de su autoría, es exacto y preciso: “Lo que se necesita, en primer término, es una mayor atención a la forma en el arte. Si la excesiva atención al contenido provoca una arrogancia de la interpretación, la descripción más extensa y concienzuda de la forma la silenciará. Lo que se necesita es un vocabulario −(…) más que prescriptivo, descriptivo− de las formas. La mejor crítica, y no es frecuente, procede a disolver las consideraciones sobre el contenido en consideraciones sobre la forma” (37). Nada más exacto.
Últimamente, la onda francesa, tan decisiva entre nosotros, ha sido reemplazada por la anglosajona en sus varias versiones. Desde el quimérico Mr. Bloom que desde los 80 nos quiere enseñar ¿Dónde se encuentra la sabiduría? (2004) o Cómo leer y por qué (2004) −títulos de autoayuda si los hay−, y nos lanzó sobre el llamado canon sin advertir que si tuvo tanto éxito es porque la idea de canon y su instrumentación restrictiva y paralizante siempre existió y todo eso sin desentrañar su declarada intención política de combatir al feminismo, el marxismo, el lacanismo, y otra lacras, a las que nietzscheanamente llamó escuela del resentimiento; hasta los neomarxistas Jameson, Eagleton y Raymond Williams, todos admirables y de complejidades diversas y múltiples. El primero de ellos se propuso volver a la totalidad, prodigio de intención después de décadas de parcialidades antidialécticas. Pero además debió superar, reintegrándolas, a la manera hegeliana, a todas las maneras que, surgidas a partir del formalismo ruso, dejaban de lado la exégesis marxista soslayando a figuras como Lukács y Althusser. A la aporía texto-contexto, Jameson (1989) la resuelve buscando el contexto en el texto, lo que no es una solución fácil, pues puede exponerse a una doble desestabilización. Hay que presuponer que da al texto, en el modo de los Estudios Culturales, valor de documento. Y aquí se bifurcan otra vez nuestros caminos en torno del llamado objeto de nuestra tarea y enseñanza. O el texto es un documento: histórico, político, de las diversas luchas, de clases, de etnias, etc. Y como siempre de algún modo lo es, todo depende de hacia dónde vayamos. O el texto es además autónomo, y tiene un valor estético, autotélico, con sus propias leyes que, sin desmentir otras pertenencias y asignaciones, se puede y debe analizar solo. En realidad, no se puede prescindir de ninguno de los dos aspectos, al menos en el segundo caso, pero, si predomina el aspecto documental, el texto es sólo un medio y estamos allí leyendo las luchas ya mencionadas, con el fin de actuar en tal sentido. En el segundo caso, nos ocupamos del más callado y casi olvidado aspecto estético, que no es menos revolucionario ni activo si se quiere, pero por su forma, no por su contenido. Jameson mezcla a veces los dos aspectos, lo cual adhiere a su obra cierta dificultad de difícil resolución.
Y siempre permanece la pregunta ¿qué es la literatura? que, aunque destituida y acaso improcedente, sigue acuciando, desde su propio error. Todo y nada. Todo esto y lo que cada uno elija. Pero ¿qué hará con ella? ¿Y cómo la enseñará en cada caso? Es aquí donde interviene el savoir faire de cada uno: el saber manejarse y el poder elegir. La docencia es un arte y no una ciencia.
Por fuera de las tradiciones dominantes, apareció hace ya algunos años, la crítica genética, avatar de la filología esta vez aplicada a las distintas versiones de un texto en busca de hallar no sólo su sentido, sino la génesis de éste. Modalidad no fácil de exponer en el aula, pero que podría proveer alguna pista de la cocina del escritor, su llegar a hacer literatura, desacralizando el producto terminado, el texto y sus consecuencias.
Y finalmente el último emerger interesante −y más que eso−: la filología crítica de Jean Bollack, aplicada sobre todo a la poesía de Paul Celan pero también a los textos de la Grecia clásica. Descree Bollack de una total autorreferencialidad del texto, como asimismo de la remisión a un contexto de la filología tradicional. Recupera la figura del autor como hacedor responsable de su obra, la que, a su parecer, no se hace sola según las reglas de una lengua que la trasciende pero que, curiosamente, va a parar siempre en el mismo lugar, esto es, en el pensar del que analiza, llámese Derrida, Lacan, o, desde otro lugar, pero equivalente, la hermenéutica de Gadamer, con su fusión de horizontes y su verdad ontológica. En estas miradas, sostiene Bollack, el texto pierde su unicidad, su aquí y ahora, su sentido. Y aquí cierra su pensamiento: el texto tiene un sentido, no es polivalente, aunque la lengua lo sea, y ese sentido es forjado por un hacedor, el escritor, el poeta, con alguna finalidad. El autor trabaja en el interior de la lengua y su tarea no se deja reducir ni al inconsciente, ni al rizoma, ni a la escritura, ni al dialogismo. Esas son apropiaciones teóricas: allí la obra vale por la teoría, como no lo oculta Lacan (1966:5-35) en su exposición de La carta robada de Edgar Allan Poe. No hay allí análisis literario ni lo pretende Lacan, sólo usa el texto para enseñar su teoría: el texto como documento pedagógico. En otros casos, Derrida o Deleuze, el texto es alegoría de una teoría, de un funcionamiento, se lo reduce, se lo apropia. Bollack asegura que así sencillamente no se lo lee: para ello desarrolla una extensa y compleja estrategia a la que llama filología crítica, donde recupera los tabúes de la crítica estructuralista y post−: el biografismo pero no como ilustración de la vida del autor, sino como lo significativo sin lo cual el poema puede devenir incomprensible −lo que se presta a múltiples discusiones−, pero además el poema no es la remisión a ningún contexto, sino una lucha con la lengua y contra ella y la tradición para instalar lo nuevo, el sentido de la obra, su estrategia, su dirección. Es la recuperación de la subjetividad en la historia y haciendo, con la lengua, un texto con un sentido, cuya lectura será siempre problemática, pocas veces indubitable, pero seguro no podrá conformarse con la generalidad de una indeterminación del sentido; al igual que Barthes Bollack cree que hay sentido pero no el de la generalidad de la estructura sino el de la obra que un autor, una subjetividad, hace con ella. Aquí el objeto serán las estrategias lingüísticas para llegar a ese sentido. En muchos respectos, esta modalidad de lectura podría recuperar la singularidad de la obra y la subjetividad de su autor en lucha con la lengua y las obras que lo antecedieron para lograr un sentido. Tal vez la recuperación más notable de lo literario y su quehacer. Es, además, enseñable. Carece de misterios, inefabilidades e indecibilidades; se despliega en una necesidad total de precisión, de pasión, fuera de toda comodidad en la que instalarse.

* * *

Vamos llegando al final. La literatura esta ahí, nos interroga: quién soy, pregunta, para qué. Por querer responder a esta pregunta estamos aquí. Por no cerrar nuestros oídos, como Ulises, escuchamos su canto, que no es de sirena. Leemos: ¿sabemos leer? Es lo que siempre estamos aprendiendo. Y además lo queremos enseñar. Nuestro último aprendizaje va a la clase, y está bien que así sea. Una clase tiene también las marcas de una biografía, de una arqueología de la lectura, la propia, duramente perseguida y conquistada año a año, siempre igual y siempre distinta. Enseñamos nuestras dudas, nuestras peleas con el texto, las exponemos públicamente, las mostramos. No contamos con un objeto estable y rotundo, ya hecho, para exponer. La literatura es su lectura, así que no hay objeto previo: en este punto tiene razón Panesi: enseñamos crítica, pero no cualquiera, sino nuestra apropiación de alguna crítica y, al hacerlo, alguna vez, milagrosamente, y por qué no, siempre tal vez, usualmente, con errores, con fracasos, vueltas atrás y a empezar de nuevo, sí, enseñamos literatura, con las mediaciones que elegimos, con equivocaciones, con aciertos, sin garantías: todos los días, enseñamos literatura. No hay que tener temor ni vergüenza de decirlo: la literatura se enseña, aunque fuese a través de la teoría que el propio texto incluye o implica. Con enorme dificultad y en el límite de lo posible: sin seguridades ni garantías. Con modestia y coraje a ese desafío nos enfrentamos todos los días. Es lo que da sentido a nuestra tarea: sin caer en los facilismos de repetir siempre lo mismo, volvemos a lo que nos apasiona. Sí, la literatura y su enseñanza. Y, de seguro, la interrogación puede −y debe− recomenzar: ¿se puede enseñar literatura? Lo ganado en nuestra aproximación de hoy, ya no se perderá. Eso espero y quiero compartir esa esperanza con ustedes.
Muchas gracias.

Bibliografía
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“El seminario sobre ‘La carta robada’ ”, en Escritos 1. Buenos Aires. Siglo XXI. 1985.

Sontag, Susan (1964)
“Contra la interpretación”, en Contra la interpretación. Buenos Aires. Alfaguara. 1996.

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